2 feb 2015

El océano

Siempre surcando los mares, navegando sobre las aguas, atravesando las olas. Un explorador nato, un estratega de libro, una brújula humana, un maestro y conocedor de todos los mares, todo un experto en la materia. Reconocido por sus logros y venerado, un auténtico modelo a seguir. 
Navegando y navegando, constantemente navegando. Él se sentía cómodo, en su elemento. Las olas, envidiosas de su altiva y engreída posición, intentaban volcar su barco, una y otra vez. Algunas, con más acierto que otras, conseguían desestabilizarlo, pero el marinero, habilidoso como ninguno, siempre conseguía enderezarlo y eludir el hundimiento de su querida construcción flotante de metales y maderas.
Qué gran acierto por su parte haber construido su amado barco. Los planos se diseñaron con líneas de inteligencia, los exteriores se pintaron con los colores de las vivencias y fallos de otros marineros. Los materiales se recolectaron de los cultivos del conocimiento. Ese barco era la conjunción perfecta de la sabiduría propia y ajena.
¡Qué gran marinero! No solo había sido capaz de ver y conocer los mares, sino que además sentía que podía controlarlos a su antojo. Para él no había tormenta ni huracán que pudiese hacerlo caer al mar.
Pero el día llegó, como no podría haber sido de otra manera. Una estupidez, un error de principiante. Y es que el desgraciado hombre, en mitad del fuerte oleaje y los silbantes vientos, se fijo en una mosca que revoloteaba sin rumbo en frente de sus narices. Sólo fueron unos segundos, más que suficientes para que no se percatase de la gran ola que le iba a golpear en el costado. A continuación vino el desconcierto, el dolor, el pitido en los oídos y la visión nublada. Había caído al agua.
Lejos de su barco, y completamente sólo en mitad del vasto océano, el impotente marinero empezó a hundirse en el océano.
Ahora estaba allí, siendo engullido por el demonio que había intentado evitar a toda costa. Ahora ya no había barco, no había amigos, no había ni logros ni méritos, no había pasado ni tampoco futuro. Sólo él y el océano, cara a cara. 
Al principio, por supuesto, se resistió. Pero es que él, a pesar de todo, no sabía nadar. Su mente y su cuerpo lucharon contra el agente agresor. Parecía que tan inhumano esfuerzo no estaba siendo en vano, pues lograba salir a flote a intervalos. Pero no hubo piedad ante el primer atisbo de debilidad. Las crueles aguas lo empezaron a empujar hacia las profundidades en cuanto sus fuerzas flaquearon levemente. Nada podría impedir ya su caída a los avernos.
El descenso se hacía cada vez más duro. Se mezclaba un cansancio cada vez mayor con la inconmensurable cantidad de agua que soportaba en su cuerpo. 
Cuando rondaba los 200 metros, a la presión del agua se le juntó la oscuridad total. Descendió y descendió, envejeciendo a cada metro, muriendo a cada segundo.
Pero incluso ese inmenso océano de miedos alcanzó un tope, y el hombre, destituido de su condición de marinero, alcanzó el lecho marino, el fondo de los abismos. Miró a su alrededor sin ver, intentó escuchar sin oír, sólo sus pensamientos quedaban en pie, rodeados de la mayor oscuridad imaginable, y del mayor terror que una persona puede soportar.
Y entonces, justo antes de morir, se dio cuenta de lo miserable de su existencia. No se enorgullecía de sus logros, no importaba su bondad, ni siquiera le valía el reconocimiento y aprecio de sus seres más queridos. Lo único que le definía eran sus miedos, los miedos que nunca pudo superar y que arrastró colgados en pesadas cadenas hacia su tumba. Y cerró los ojos para no volver a abrirlos.
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