No es un día de otoño, ya saben, el día de cielo oscuro, humedad y hojas marrones saltando de los árboles. Por suerte tampoco es de esos días de invierno (de las películas, yo no he visto ninguno aquí) que te obligan a tener más pieles que una cebolla y en los cuales la nieve parece una gruesa moqueta.
Hoy hace un día normal en mi ciudad (un esquimal diría que hace calor y un congoleño tendría anorak), puedes salir en camisa y pantalón cortos y sentir frío, calor y frío de nuevo al caer la noche. Son irritantes tantos cambios de temperatura, al menos lo eran, hoy me libro gracias a la medicación que tomé anoche. Era necesario, tenía un funeral y debía estar preparado, no quería faltar ni desmoronarme, tengo que parecer fuerte delante de todos, necesitan creer en algo en este momento, éramos íntimos y, pese a alguna disputa puntual, los mejores juntos y poca cosa solos.
Salí demasiado tarde del hospital anoche (de ahí las pastillas), por lo que casi llego tarde al cementerio, nada de misas previas. Al acercarme casi olía la sangre de las paredes, las lágrimas de las lápidas y la colonia de los asistentes, casi, pero gracias a las milagrosas píldoras me ahorré el hedor. No sé quién es capaz de perfumarse en un entierro, en ese momento la gente viene a ver a alguien que no eres tú, tu no importas en un funeral (en casi todos) y la persona que importa no va a notar que no llevas la nueva fragancia de Hugo Boss.
Tampoco entiendo el traje. A mí personalmente es una prenda que me gusta, me resulta cómoda y además debo llevar (por mi posición), pero los demás no tienen porqué. A buen seguro que más de uno sólo llora hoy porque la corbata le asfixia. El problema es que tanta medicación ha hecho que haya olvidado los calzoncillos, acompañada de una alarmante erección, sucesión de acontecimientos que pueden ofender a muchos remilgados que ni siquiera conocían al difunto (desde luego no a la viuda, claro, ya nos conocemos de cuando éramos jóvenes).
Detesto las caras largas que veo a mi alrededor, son desconocidos que probablemente vengan por el velatorio y las gambas que conlleva. Mi difunto amigo me convenció en una ocasión cuando éramos estudiantes que, a base de bautizos, bodas, comuniones, despedidas de soltero, divorcios y funerales era capaz de vivir indefinidamente sin más gasto que el de la gasolina. Sólo consiguió vivir sin comprar nada tres semanas, pasadas las cuales todos los cáterin (incluido el que nos sirve hoy) lo reconocías y avisaban al señor de la cartera. No obstante consiguió ganarse la vida con los divorcios: cobraba la mitad que en las bodas.
Siempre he comprendido a la gente que busca inmortalizarse a través de sus acciones (y no me refiero a las que cotizan), la fama póstuma. Sé que no es más que un exceso de vanidad, que el muerto al hoyo, que el bien que no he de gozar tampoco tengo que buscar, sí, pero me hubiera gustado que hoy se decretase día de luto nacional, que la radio mentase al ilustre que nos deja, pero nada, sólo queda el consuelo que los amigos nos reunimos después de mucho.
Las pastillas me enturbian un poco la escena, pero no puedo permitírmelo, es mi primer funeral y, aunque no tengamos clérigo alguno que oficie la ceremonia, todos cumplirán con la parafernalia de despedirse y tirar algo de tierra. Estos funerales eran antes exclusivos de las películas, pero siempre nos resultaba divertida la intrigante espera de que alguien dijese realmente lo que pensaba y sentía. Como es natural nunca sucedía, pero tenía que intentarse.
Hoy dije la verdad: que sólo unos pocos conocían, que menos apreciaban y que casi a ninguno quería. Para variar nadie prestó atención, nadie escuchó más allá de unos versos. Les agradecí a todos lo que había hecho (salvo a los graciosos colecciona-calzoncillos de la funeraria). Era mi primer entierro y el último también. Mi poco pelo seguía saliendo de la barbilla. Llegué justo a tiempo, un poco más y se arma la de dios si no llego a aparecer, menos mal que con el calor la ciudad huye y no hay tráfico, de haberlo habido habría ido dando un paseo…